La tarde del sábado, Humberto Giambastiani toma el bus 418 del Transantiago junto a su hija de cinco años. Al volante de la enorme oruga de metal, está una mujer, Sandra Lavados, que conduce a Giambastiani junto a la pequeña, y a otros 15 pasajeros desde el sur de la capital hasta el sector oriente de la ciudad, hacia lo alto de La Reina, en un recorrido que ya le es habitual. Lo inusual de ese viaje es que la pequeña comienza primero a quejarse, luego llorar y le dice a su padre que ya no quiere jugar. Giambastiani insiste en perturbar a la menor, aunque ya siente la mirada de la conductora que lo observa desde el espejo retrovisor, y a pesar de ello continúa tocando los genitales de la niña ante la perpleja inmovilidad de los otros pasajeros. La chiquita se resiste, y él la amenaza con quitarle los zapatos si no se deja explorar con el lápiz que el hombre sostiene en sus manos y con el que va recorriendo sus partes íntimas.
Sandra aprieta el volante con indignación y una pasajera le acerca un celular para que llame a Carabineros. La llamada no es comprendida: un hombre tocando a una pequeña en un bus en plena circulación, debe ser una tomadura de pelo del graciosito de turno. Sandra sigue manejando con dificultad, las lágrimas caen impávidas por su rostro impotente. Giambastiani le sostiene la mirada, la provoca, como si la pequeña fuera sólo un muñeco humano que podría ser ella… En Orientales con Tobalaba, Sandra detiene la enorme máquina, deja el volante y se abalanza sobre él para pegarle. Detrás de ella, otros pasajeros comienzan a golpear al hombre que les termina siendo arrebatado por Carabineros para llevarlo detenido.
La pequeña no entiende por qué la conductora del bus le pega a quien ella desde hace dos años llama padre. No entiende por qué esas 15 personas no quieren a Giambastiani.
El testimonio de la conductora del bus es acaso uno de los relatos más impactantes del último tiempo. “Nadie hacía nada”, dijo aún conmovida.
¿Cómo se puede entender que a vista y paciencia de un grupo de adultos un hombre se atreva a violentar sexualmente a una menor de cinco años al interior de un bus que recorre las calles de nuestra capital? Son demasiados los “Giambastianis” que a diario están abusando de menores y a los que la sociedad chilena observa sin atreverse a detenerlos de manera ejemplar. Se ha preferido cuidar la propiedad, proteger las inversiones, dar un marco jurídico confiable para generar riqueza, que cuidar el cuerpo de nuestras hijas e hijos cuyas vejaciones son conocidas a diario a través de los medios de comunicación frente a la mirada impávida de millones de chilenos. De la misma manera como esas 15 personas no tuvieron la fuerza para detener a un insano abusador que se atrevió a mostrar su habitual y denigrante práctica en público, es que como sociedad no tenemos la fuerza para decir basta y exigir un marco legal que haga justicia de manera ejemplar para quienes abusan de personas que hoy tienen minoría de edad, pero que pronto serán mujeres y hombres con heridas profundas que quedarán sangrando durante todas sus vidas.
Los “Giambastianis” que se visten de tíos, primos, padres y abuelos se pasean tranquilos en una sociedad demasiado ensimismada, excitada en su propio juego, donde el erotismo en torno al dinero y al poder tiene a sus ciudadanos sedientos y perdidos, como pasajeros cómplices de un viaje que más pareciera conducir al infierno. Una sociedad que acepta que estos delitos pueden “prescribir”, extinguiéndose la acción penal, como si el trauma del menor violentado se acabara de manera definitiva, en una fecha determinada por acción de alguna sentencia mágica y sanadora. Una sociedad que es capaz de resistir que algunos de estos abusadores sean sacerdotes y paguen sus monstruosas acciones en cómoda penitencia de aislamiento parcial…
Son estas las veces que se recuerda a la más lúcida de las niñas, a Mafalda, y dan ganas de apretar el botón rojo de este bus para decir: “Paren el mundo, que me quiero bajar”.
por Vivian Lavín
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