Julieta Kirkwood (Chile,
1937-1985) comienza uno de sus textos titulado Feminarios (1987) retomando
una reflexión de Simone de Beauvoir (1977) que ha llegado a convertirse en la
columna vertebral del pensamiento feminista contemporáneo. La filósofa francesa
señala que sólo la mujer ha tenido el problema de preguntarse por el
significado de su condición; cuestión contraria sucedería con el hombre, quien
desde tiempos inmemoriales y arrogándose la neutralidad científica, se ha
nombrado a sí mismo como representante del ser humano. En él confluyen las
preguntas y repuestas, utopías y realidades de la civilización occidental en un
universo de significados, suficientemente denso frente a la comunidad de
valores y bastante poroso a los disensos entre hombres. Esta revelación desencadenó
primero la ruptura del silencio de las mujeres y, posteriormente, las
posibilidades de transformar su posición desventajada.
Para el pensamiento
feminista, el problema de la constitución del sujeto femenino nace de la
ausencia de una definición de sí misma que sea satisfactoria, llegando a
convertirse en una búsqueda permanente y en ocasiones hasta agotadora de la
propia subjetividad. No se trata únicamente del deseo de contar con una
identidad o discurso asentado en la diferencia sexual, sino también de instalar
la subjetividad como proyecto racional, vivencial, emocional y político más
allá de las esferas y ámbitos de la vida comúnmente conocidos por las mujeres.
Las innumerables reflexiones sedimentadas tras décadas de ideas, enfoques y líneas
de pensamiento han dislocado la clásica definición de ‘mujer’ replanteándola en
una categoría teórica-política feminista con múltiples significados.
Los aportes a la
construcción del sujeto femenino han permitido la inclusión de nuevas
dimensiones en el conocimiento, y en la acción política desde las interrogantes
propias de cada generación. Un gran inicio fue la idea de ‘política de
localización’ de Adrienne Rich (1985) cuestionadora de la versión universal y
abstracta del sujeto situando al cuerpo en la contingencia de la experiencia
vivida a partir del color de la piel, el sexo, la cultura, la clase, el lugar. Donna
Haraway (1995) avanza otro tanto al señalar que no sólo la topografía de la
subjetividad es multidimensional, sino también su visión de ella. De ahí que su
escritura feminista del cuerpo tenga una perspectiva parcial, ‘situada’, y por
sí misma prometedora de objetividad. Más tarde Rosi Braidotti (2000) propone la
figura del sujeto nómade que ha renunciado a toda idea y deseo de lo
establecido transitando sin una unidad esencial y contra de ella.
Antes que esas autoras,
Julieta Kirkwood entendía que el conocimiento de la experiencia femenina se
obtiene a partir de sus propias protagonistas y de la interacción cotidiana en lugares
como talleres, seminarios y jornadas de reflexión. Como feminista de su tiempo
participó activamente en instancias de diálogo público permitiendo que una
cantidad amplia de sectores sociales, en su mayoría mujeres populares ligadas a
grupos de izquierda comprendieran y asumieran su posición subordinada. De esas
instancias de creación conjunta de saberes articuló un diálogo virtuoso entre
marxismo y feminismo enriquecido por la mirada procesal histórica, pero sin
llegar a confundir sociología e historia. Siguiendo a los Annales
franceses explicó racionalmente y con una inteligibilidad progresiva la
representación del sujeto femenino, sin recurrir a la obsesiva búsqueda de los
orígenes. Por el contrario, avanzó en la exploración de la procedencia
genealógica relevando los fallos y accidentes, la inestabilidad e inexactitud
lógica de la acción política feminista (Ser política en Chile. Las feministas y
los partidos, 2010).
Ante la variedad de
referencias foráneas en el pensamiento de Julieta Kirkwood, cabe preguntarse
por el origen, la especificidad y aporte al feminismo Latinoamericano. Su
pulsión feminista se asoma como rebeldía ante la necesidad de conformar una
identidad colectiva de mujeres que abra la posibilidad de cuestionar el orden en
tiempos de la dictadura chilena (1973-1990), exigiéndolo bajo el lema del
movimiento feminista “democracia en el país y en la casa” (Tejiendo rebeldías,
1987b). Esta rebeldía basal en la constitución del sujeto femenino del
feminismo (concepto de R. Braidotti) es lengua que cuenta una historia, cuerpo
con experiencia, ideas y tiempo vivido como afirma Raquel Olea (2008), que
facilita la intervención del texto sociológico convirtiéndolo en un nuevo
lenguaje. Pero aquí no retomaré la idea de rebeldía de Julieta como estrategia
textual que abre una fisura en el decir referido a la constitución del sujeto
(masculino) y el decir de las ciencias. Tampoco indagaré en el cruce entre
mujer y política destacado por Alejandra Castillo (2007) del cual nace el
feminismo de Julieta en tanto política del nombrar y nombrarse mujer como medio
para la elaboración de un discurso político capaz de reclamar la igualdad en el
espacio democrático. Ni abordaré como plantea Kemy Oyarzún (2004) el
posicionamiento del sujeto desde su identidad fluctuante e inscrita en la enunciación
de experiencias femeninas. Más bien me centraré en una discusión sociológica sobre
la influencia de esa rebeldía en la constitución social del sujeto femenino y
las posibilidades reales de conducir procesos sociales más allá de la
subjetividad de las mujeres. En otras palabras, si la rebeldía feminista (en un
sentido subjetivo) conduce inevitablemente a un rebelión (en un sentido
social). Es una reflexión próxima a lo planteado hace muchos años por Virginia
Vargas (1989), acerca de la instalación social de la rebeldía de las mujeres en
aras de la transformación de su opresión. Y tal como lo hizo Julieta en su
tiempo, me situaré en un lugar y tiempo específico, desde la expresión y
simbolismo de América Latina.
Una precisión más. Es
cierto que los actuales caminos del feminismo son más sinuosos que en el tiempo
de Julieta debido, en gran parte, a la emergencia del pensamiento de la
diferencia y de nuevas prácticas socio-culturales y políticas favorables
al cuestionamiento del discurso sobre el
sujeto mujer, ya que sería una representación de los cánones tradicionales del
pensamiento científico. Pero también la pregunta acerca de su constitución y las
contradicciones de sus significados sigue estando vigente no sólo por la fragmentación
irrenunciable e irreconciliable de la práctica política feminista de sus
protagonistas, sino también porque desde el tiempo de nuestra autora aflora sin
desvanecerse un malestar enquistado en la identidad del feminismo y en sus efectos
como proyecto racional de cambio social.
·
La rebeldía en la
constitución del sujeto femenino
Una primera aproximación a la idea de rebeldía
remite al movimiento en un espacio definido. Desde distintas disciplinas se
plantea el desplazamiento de un estado inicial derivado del enfrentamiento de
fuerzas (sociales, racionales y emocionales) opuestas sin determinarse su
superación. Un buen ejemplo nos otorga la lingüística y la sociología.
En el pensamiento de Julia Kristeva (1999), la
rebeldía, contenida en un espacio y tiempo, puede comprenderse como el rebasamiento
del texto al introducir la experiencia desde el principio del placer y la
posibilidad de instalar un sentido nuevo de la alteridad. Ambos componentes
conducen al pleno reconocimiento de la experiencia rebelde en el lenguaje. Tras
analizar la obra de Aragón, Sartre y Barthes, Kristeva plantea la rebeldía como
una oposición a la identidad (sexual, de sentido, de la idea y de la política,
del ser y del otro) no reductible a la razón, pero sí necesaria para la
supervivencia de lo simbólico. Esta rebeldía tiene un componente biológico y
psíquico capaz de otorgar un cierto proteccionismo que cada tanto se libera, se
renueva y se goza para la propia reproducción. En un frente distinto, la sociología
asume la rebeldía desde la acción de los individuos fuertemente teñida por el contexto
político-histórico. Virginia Vargas (1989) toma el concepto de rebeldía de
Julieta Kirkwood entendiéndolo como la expresión que le compete al oprimido en
tanto llamado a resistir y transformar la situación de opresión vivida
superando su enajenación mediante del desarrollo de una conciencia como sujeto
autónomo. En ambas versiones, se produce un punto de inflexión que contiene la
posibilidad de cambio, delineándose su orientación, pero sin indicar
necesariamente sus resultados.
Para Kirkwood (1987a) la rebeldía nace de ese
movimiento, de la toma de conciencia de la existencia de una contradicción
entre la realidad vivida (en la clase
social, las relaciones de género, el poder de una autoridad y la discriminación
de un grupo) y los valores y principios basales de la cultura occidental
moderna (justicia, solidaridad e igualdad). El punto de partida es la presencia
de un sujeto informado que toma conciencia de sus derechos y actúa en su
nombre. Pese a situarla en un contexto específico –sociedad moderna- puede
extrapolarse a tiempos y espacios distintos. La historia de la humanidad no
sería otra que sucesivas luchas por la conquista de los valores propios, siendo
el motivo último de todas las rebeldías.
El proceso rebelde en las mujeres supone un
tránsito de gran sofisticación, ya que involucra la transvalorización de los
fundamentos del ser, sus significados tradicionales - sacralidad de la
maternidad en tanto sacrificio y entrega a los hijos y a los otros en general -
valorada, pero subalterna a los de una sociedad de libres e iguales. De las
alabanzas y al mismo tiempo descrédito de su condición femenina, de la palabra
del otro objetivada a la construcción de su subjetividad emerge la ansiedad de
la lucha y la necesidad de cambiar su propia significación. No es raro que en
este proceso emerja la ambivalencia emocional, motor de la acción del sujeto: “una
parte de cada una de las mujeres experimenta frustración, insatisfacción
constante (impaciencia del hecho entre teoría y práctica) y, otra parte
experimenta satisfacción de la ansiedad, por correspondencia entre práctica
concreta y principios (respuesta sagrada de la madre que cumple su rol)”
(Kirkwood, 1987:66). La mujer rebelde
traspasa su condición sagrada, impuesta e inmodificable a una condición humana,
propia y racionalmente construida.
Pero este proceso personal es ante todo colectivo.
No se trata de una rebeldía individual sino más bien de una rebeldía social
donde la mujer se convierte en sujeto y se percibe a sí misma como miembro de
un grupo desde el cual recoge información para la toma de conciencia y una
posterior acción con sentido. La subjetividad no es más que la elaboración de
la identidad de género como oposición y resistencia puesta al servicio del
colectivo. Mencioné que Kirkwood considera la toma de conciencia como la
constatación de profundas diferencias en el ejercicio de derechos y los postulados
teóricos asociados a la titularidad. Sin embargo, ella va más allá al
cuestionar la extensión de los principios ilustrados de la revolución francesa
a la realidad vivida por las mujeres que aún son discriminadas del pacto
social.
La rebeldía cruza el universo de significaciones y
se instala entre las vivencias políticas y sociales. También es un freno
impuesto desde las mujeres para la detención de los mecanismos perversos
inhibidores de su identidad y su injerencia en las decisiones políticas de su
comunidad. No se trata tanto de una concientización sustentada exclusivamente
en la razón, sino más bien una pulsión convertida en acto que llega a tener
sentido, punto desde las creencias
despiertan las diferencias y conducen a la liberación. De esta manera, su raíz
brota del proyecto moderno instalándose, finalmente, en una apuesta crítica a
él.
La secuencia racional de concientización – liberación
llevada por las mujeres- es un acto autónomo de la injerencia de los hombres,
su colaboración no hace más que potenciarlo, pero sin llegar a producirlo. El
desarrollo de ese proceso, señala Kirkwood (1987b) se constata en la
experiencia cotidiana y va unida a las otras liberaciones en niveles distintos.
El primer nivel de carácter personal consiste en la recuperación del propio ser
femenino y del reconocimiento e identificación con otras subjetividades
femeninas semejantes. El segundo, de tipo social, conduce a la acción
articulada entre mujeres. En ambos y como fundamento de continuidad del
proyecto personal, Julieta insiste en que las mujeres se reserven el derecho de
exigir la autonomía de su propio ser. De ahí su gran prudencia ante la
participación en los partidos de izquierda, los que aun cuando tienen un
discurso igualitario y portan la consigna de liberación humana, habrían relegado
a las mujeres de la lucha principal apartándolas de intereses y proyectos de
sociedad, pero las incluyen en los términos necesarios y funcionales a la
liberación de los hombres.
De la conciencia de la rebeldía se pasa a la
acción. Para Kirkwood (2010), la constitución del ser sujeto femenino del
feminismo se concreta en la unión mujer y política, no tanto al alero de
los partidos políticos que cuentan con departamentos femeninos, sino más bien en
la elaboración personal de la propia política. En ese hacer se produce la
conversión de las mujeres en sujeto. La unión entre ellas tejida en jornadas,
reuniones, congresos o investigaciones no son un preludio de la constitución
del sujeto femenino, sino el proceso por el cual se decanta. El ‘hacer juntas’
mediante la reflexión dialógica encauza la trama del sujeto colectivo que, rechazando
el presente de dominación masculina elabora una nueva conciliación con la
cultura, la historia y el poder. Su propuesta feminista es, tal como señala,
contra-cultura, contra-dominio, contra-lenguaje y también contra-poder.
Mientras dicha conciliación brota del conocimiento y desestabilización de lo
producido, también requiere un arreglo para la construcción de una vida social
más plena.
Kirkwood (2010 y 1987b) piensa la política en un
sentido distinto al conocido. En las mujeres, la política se expresa en un
doble juego cargado de retroalimentación. Por un lado, es el derecho a opinar,
a cuestionar y a proponer la disolución de la sociedad actual y la construcción
activa de la futura. Y, por otro, significa la destrucción de la propia
discriminación y explotación y la reconstrucción de su condición. Estar fuera
del hacer política significaría un estímulo al dominio masculino y la
reproducción de las estructuras de opresión.
·
La expresión de la
rebeldía feminista en América Latina
La constitución del proceso colectivo de la
rebeldía feminista es registrada por Kirkwood (1987a) como una posibilidad de
realización concreta. La confluencia de ideales de libertad e igualdad de la
izquierda, por un lado, y de vivencias de desigualdad y opresión, por otra, conduce
inevitablemente a una contradicción plausible en los discursos públicos, en la
familia, el mercado laboral, la participación política y social. Para nuestra
autora es evidente que en la década de los ochenta existe información referente
a esta contradicción y, por tanto, cierta concientización de los problemas que
aquejan a las mujeres y son vividos por ellas desde un estado de impaciencia o
exasperación. Cabe precisar que la rebeldía emerge en las mujeres de clase
media con cierto nivel educativo y participación en la esfera pública, pese a
los encuentros con mujeres de estratos bajos. Esta selectividad se asienta en
los niveles de concientización de la posición subordinada y las probabilidades
de su transformación. Si existe la posibilidad histórica de la rebelión, el paso
siguiente es su encauce, es decir, llevar la reflexión teórica a la práctica
social. Para ello, plantea dos salidas: la primera, incorporar a las mujeres al
mundo de la política tradicional y esperar que las luchas progresivamente
aborden sus problemas y, la segunda, incluir al debate político las nuevas
significaciones y valores feministas. En ambas estrategias, según Virginia
Vargas (1989) las mujeres pueden relativizar los conflictos, desconfiando del
orden social y de las verdades impuestas, al tiempo que pueden asumir una nueva
valoración de su propia individualidad y de su condición de género. Este ser -
hacer feminista tarde o temprano conducirá a una concientización por parte de
los hombres y a un ajuste real favorable a las mujeres.
La vivencia de rebeldía implica también enseñanza y
aprendizajes, denominado por Kirkwood feminismo docente. Se trata de un
conjunto de contenidos desarrollados por grupos organizados de mujeres para
hacer frente y resistir los embates de la dictadura y el dominio masculino:
deben aprender biología (descubriendo los límites de las diferencia nacidas de
la herencia fisiológica y de la cultural), historia (hecha, elaborada y narrada
por hombres, sin una presencia activa de las mujeres) y psicología (aprendizaje
social de la pasividad y coerción en el cuerpo femenino).
La reelaboración de la constitución del sujeto
femenino implica la posibilidad y la fuerza de reivindicarse en la cultura
misma, mediante la acción coordinada entre mujeres impulsada desde el
movimiento de mujeres. La expresión social de la rebeldía contenida en la obra
de Julieta Kirkwood aborda al menos cuatro aspectos ineludibles y conectados: 1)
la redefinición de la identidad personal y colectiva, 2) la demanda de derechos
de ciudadanía, 3) la participación en la esfera pública y, específicamente, en
la toma de decisiones de la comunidad política y 4) la generación de un
proyecto societal. Todos o algunos han formado parte de la agenda de los
movimientos de mujeres en América Latina. Revisemos brevemente cada uno de
ellos y su relación.
La constitución identitaria es la racionalización
del ser mujer desde un locus específico: su posición social. Involucra
una formulación reflexiva de lo que se es y lo que se desea ser, su sentido
final es el reconocimiento del derecho a decidir por sí misma, de manera
informada y reflexiva sobre su propia vida. Sin adentrarse en los derroteros
conceptuales de la ciudadanía, Julieta esgrime los lineamientos basales de la
demanda de derechos en un sentido amplio, es la búsqueda tanto de la
titularidad como del ejercicio efectivo del derecho al divorcio, al aborto, a
la autonomía económica y patrimonial, en tanto demanda específica, pero también
la exigencia que la proclama universalista e imparcial de la ciudadanía se
encarne en las mujeres. Este llamado es, sin lugar a dudas, a una participación
activa en las decisiones que les afectan y que son tomadas en la esfera
pública, realizable desde los partidos o el movimiento. En su conjunto, es una
apuesta por la enunciación de un proyecto social y cultural alternativo al
orden impuesto desde las mujeres mismas.
La instalación social de la rebeldía consistiría en
un proyecto feminista convocante a las agrupaciones de mujeres para convertirse
en punta de lanza de la transformación social, pese a la multiplicidad de
intereses, sentidos y propuestas en nombre del movimiento de mujeres. Tal vez la
pluralidad y amplitud sean las características centrales del movimiento en
América Latina, incluso hace treinta años, en tiempos de Julieta. Tres son sus
vertientes más destacadas a juicio de Virginia Vargas (1989): la primera
perfila su acción a partir de su rol de madre asociado al bienestar familiar y
la subsistencia, la segunda, desde su acción en espacios tradicionales de
participación política y la tercera, desde la lucha feminista. La propuesta de
Kirkwood se centra en este último grupo, siendo no obstante el primero el que
ha generado mayor controversia dentro del pensamiento feminista
latinoamericano.
Para autoras como Sonia Álvarez (1990) la
maternidad ha sido un “referente de movilización de las mujeres penetrante y
duradero” en América Latina. La identificación mujer-familia posibilitó la
movilización de recursos y los consensos necesarios para la generación de reformas.
Las demandas femeninas en nombre de la maternidad podían ir en direcciones
contrarias, algunas garantizaban la reproducción de la desigualdad de género y
otras exigían la conquista de los derechos por parte de las mujeres, pero
ninguna tenía un tinte político específico. No obstante, eran demandas o
reivindicaciones colectivas más que individuales. Maxine Molyneaux (2001) destaca
el carácter social de los movimientos feministas y de mujeres en la región que
han contenido una amplia gama de corrientes y activismo popular y comunitario,
y cuya movilización y politización se basaron en el rol tradicional de las
mujeres dentro de las familias. En tiempos de Julieta, las mujeres se
movilizaron por la subsistencia de sus familias en las instancias comunitarias
de los años ochenta que lucharon por la superación de la pobreza y la
protección de los hijos ante las atrocidades cometidas por los militares
durante las dictaduras del cono sur. No podría decirse, por tanto, que el rol
de las madres ha quedado relegado o confinado a la esfera doméstica, sino más
bien se proyecta a la comunidad (incluyendo estado y mercado) siendo un
mecanismo de entrada a la esfera pública y de legitimación de sus demandas, eso
sí, puede ser a costa de una total identificación mujer-madre.
Algunos grupos feministas rechazan el ‘feminismo
maternalista’, esto es, el reconocimiento de la maternidad en sí misma, por
considerarla una función de reproducción de la vida física, o el feminismo instalado
en instituciones públicas reproductoras de la vida social. Desde el tiempo de
Julieta, estos grupos de mujeres han estado preocupados por definir las
fronteras del ser feminista incorporando o excluyendo ambas versiones
(maternalista e institucionales) en función de su ideología. Un ejemplo claro
ha sido el rechazo o negación de considerar feministas a colectivos de mujeres
que impulsaban acciones públicas desde valores que defienden a la familia.
No obstante, la interpretación que reconoce a
las mujeres únicamente como grupos oprimidos olvida los permanentes intentos de
contrapoder y negociaciones fructíferas. La maternidad también puede transitar
a significaciones más igualitarias y anclarse en espacios políticos. La
maternidad en tanto cuidado está siendo entendida como un derecho ciudadano de
recibir (a cargo de organizaciones públicas y/o privadas responsables) y un
derecho a dar cuidado (permiso parental y combinar cuidado y trabajo tiempo
parcial), tal como lo plantea Boje y Almqvist (2000). De esta manera, el
debate sobre la maternidad asociada al cuidado se desplaza el debate del
terreno esencialista de la maternidad al de la política y las políticas,
combinando la fuerza movilizadora de la primera con cuestiones de derechos y
justicia social de las segundas. Podría pensarse en este sentido y siguiendo a
Francesca Gargallo (2006), que no importan los sectores que conformen el
movimiento – sean madres, pobladoras, autónomas, institucionales - sino más
bien las ideas que lo atraviesan y dan coherencia a la articulación feminista.
Cabe preguntarse si estas acciones son impulsadas por una rebeldía feminista. En
este sentido, las luchas de las madres por encontrar familiares desaparecidos o
las pobladoras por la subsistencia indican una movilización política, aunque
con ausencia de reivindicaciones feministas, exigen reconocimiento del sistema
político para sus familias, sin constituirse en una búsqueda del sujeto
propiamente tal.
El ser–hacer del movimiento desde la lucha
feminista emerge con dificultades y contradicciones, sin embargo no modifica, a
juicio de María Luisa Femenías (2007), la idea de comunidad imaginada o invento
estratégico ficcional de mujeres latinoamericanas para la generación, encauce
y defensa de lo que considera son sus intereses. El avance de este ser –hacer
implica necesariamente la autonomía de las organizaciones de mujeres a nivel
ideológico y organizativo, garantizando que los principios, intereses y
propuestas del movimiento no se subordinen a otros grupos, clases e
instituciones ni que las estructuras las atrapen y las hagan perder sus
objetivos.
La institucionalización en la que desembocó
la rebeldía feminista propuesta por Julieta al retorno de la democracia en
Chile (1990) constituyó el primer indicio del posterior quiebre hasta ahora sin
retorno de las diversas posturas al interior del movimiento. Esta incorporación
al mundo publico-estatal tan anhelada por las activistas como posibilidad de
transformación desde dentro de las instituciones masculinizadas significó
negociaciones con avances para la situación de la mujer, pero no necesariamente
en la construcción del ser sujeto femenino propuesto por el feminismo. Los
grupos no institucionales (como las Cómplices a comienzos de los noventa)
reclamaron para sí llevar el estandarte de la legitimidad de la rebeldía legada
por Kirkwood, pero no sumaron a su propuesta la diversidad de grupos feministas
lograda en la década precedente.
En ese escenario pareciera que la rebeldía
propuesta por Julieta Kirkwood nace y se retroalimenta en la vida social (en la
comunidad de mujeres), pero su institucionalización en espacios formales de
poder como el aparato estatal (parlamento, ejecutivo, judicial), en la
negociación y disputas llega a ser un desafío concreto debido a la oposición y
avances efectivos en la autonomía de las mujeres y el mejoramiento de su
posición social. El reto actual de la puesta en marcha del pensamiento de
Kirkwood es el encauce de la rebeldía feminista en contextos democráticos donde
las iniciativas institucionales en nombre de la igualdad de género han copado
la agenda de mujeres sin una articulación con avances claros en una política
feminista.
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